En los años cincuenta del siglo pasado surgió un género musical que desde su nacimiento se asoció a la crisis social y de valores en los países más desarrollados de Occidente, sentida de manera particular por los jóvenes: el rock. Junto con las experiencias propiciadas por el uso de las drogas y la liberación sexual, el rock mostraba, en palabras del autor, que «había vida más allá del trabajo, fuera del instituto, y lejos del sofá frente al televisor».
Pero no se quedó ahí, y muy pronto el rock se convertiría en la banda sonora de las rebeliones que se sucedieron durante los años sesenta contra el mundo de la mercancía. La revolución y la diversión caminaban juntas, adquiriendo la primera una dimensión lúdico-popular, y la segunda un carácter subversivo.
Vencidas aquellas revueltas, y convertido el propio rock en un producto más para el consumo de masas, desde entonces ninguna otra música «logró expresar las esperanzas universales de libertad y autorrealización como el rock de aquella época; ninguno enseñó tanto a desaprender, ni desafió tan eficazmente al orden, ni alentó tanto tiempo la protesta».