Han pasado cuatro décadas desde aquellos meses (sin duda más de doce) en que pareció realista pedir lo imposible, desde aquel sueño efímero (delirio para muchos, broma pesada para algunos) cuyo legado sigue, paradójicamente, provocando intempestivas polémicas. ¿Pero cuál es exactamente ese legado? ¿Qué frutos, dulces o amargos, nos dejó la tormenta? ¿Qué se ha hecho de su ruido y de su furia? Los menos devotos y ahora apocalípticos --eminentes estadistas e incendiarios arrepentidos entre ellos-- adjudican al «sesentaiochismo» algunas de las peores dolencias que afligen a nuestro tiempo: el relativismo moral (y estético), la pulsión nihilista, el descrédito de la jerarquía, el deplorable estado de la enseñanza, la promiscuidad sexual, los embarazos prematuros, la decadencia de la sintaxis y el narcisismo adolescente (de los adultos). Los aún devotos y ahora integrados insisten en recordarnos que gracias a aquellas insurgencias ahora gozamos de mujeres relativamente liberadas, homosexuales fuera del armario, instituciones más democráticas, vacaciones más largas, ciudadanos menos sumisos, orgasmos más múltiples y escuelas sin bofetadas. ¿Pero cómo calcular el saldo de un espasmo que recorrió medio mundo desde México a Praga pasando espectacularmente por París? El 68 se ha interpretado como una revuelta contra el orden y la mentalidad «de los padres» (una revuelta, por cierto, a escala global gracias a unos medios que difundían los mismos iconos en todo el mundo), pero tendríamos serias dificultades para hallar un saco donde cupieran tantos y tan variados padres: aunque los hijos danzaran por igual con las sacudidas de los Rolling Stones o las alucinadas melodías de los Beatles, el hilo que conecta a los bucólicos muchachos de San Francisco con los seminaristas de la guerrilla latinoamericana, los estudiantes antifranquistas de Madrid o Barcelona, los rebeldes anticomunistas de Bohemia o Hungría, los ácratas y leninistas de las barricadas parisinas y, por qué no decirlo, los feroces guardias rojos del puritanismo maoísta (éstos sin rock en la banda sonora) es demasiado sinuoso para hilvanar las costuras de un saco coherente.
Como se afirma en el prólogo de este libro, lo que llamamos «sesenta y ocho» fue una oleada de insatisfacción ecuménica expresada de las formas más variopintas ante situaciones dispares e incluso contradictorias. Pero entre las paternidades entonces cuestionadas, ninguna tan problemática como la padecida por los jóvenes alemanes de los sesenta: asomados a la frontera más caliente de la Guerra Fría e hijos de quienes habían levantado la nueva república sobre los cimientos de la autoexculpación y el olvido, su rechazo del mundo heredado era también un angustioso examen de conciencia: debían ajustar cuentas no sólo con la explosiva monotonía del presente (al igual que sus coetáneos franceses o italianos), sino también con la indeleble sombra de un pasado que se negaba a extinguirse entre los velos de la inocencia colectiva. Daniel Cohn-Bendit --quizá la cara más conspicua del Mayo Francés-- y Rüdiger Damman recopilan y comentan en esta obra un conjunto de textos testimoniales o explicativos que iluminan desde diversos ángulos los acontecimientos de entonces: «¿Qué ocurrió en aquel mítico 68? -se preguntan-. ¿Una reforma, una ruptura, una revuelta, una revolución cultural? ¿O tan sólo la breve y anárquica protesta de una juventud deseosa de realizarse alardeando de haber roto con todo lo "viejo"? ¿Fantasía izquierdista? ¿Carnaval desbocado? ¿Cuánto hay de leyenda y cuánto de realidad en la memoria de aquellos años tan agitados?». De acuerdo con Hans Magnus Enzensberger, una cosa es segura: en esos recuerdos «se ha instalado lo imaginario». Tal vez la perspectiva alemana logre devolvernos una parte sustancial de los hechos extraviados.