El hombre que nos habla en este libro trata de ordenar sus recuerdos. Sin embargo, lejos de ser el suyo un acto de complacencia, intenta derribar las inercias de sus ideas, de sus juicios y de sus costumbres. La literatura le sirve de espejo en el que mirarse, y el reflejo que ésta le devuelve es unas veces alentador, y otras, deformante, pero siempre un fértil motor de pensamiento y de transformación.
Así pues, el protagonista vagabundea por algunos momentos de su existencia como si fuera un narrador omnisciente –eso sí, sutil y elegantemente distanciado– y, adentrándose en esas «brechas que se abren en el tiempo por las que de vez en cuando nos colamos», vuelve al patio de la infancia, sueña o habla con su difunta madre una noche de sueño agitado o rememora algún detalle de un viejo amor.
Si bien ahora todo es más lento y menos acuciante; si bien ahora suele tener todo el día por delante y en ocasiones siente el peso de la futilidad, no deja de celebrar el valor y la compañía que siempre le han brindado los libros en el imposible arte de comprender la vida.