La raza no es solo un medio para dividir a las clases trabajadoras asalariadas –el argumento marxista ortodoxo–, sino también el medio a través del cual el capitalismo implementa y gestiona las contradicciones entre asalariados y no asalariados, poseedores y desposeídos, ciudadanos dotados de derechos liberales y poblaciones trabajadoras “no libres”, desde esclavizadas hasta indocumentadas. Esto significa que el racismo no se puede reducir a un legado del pasado, sino que se regenera continuamente, adquiriendo nuevas formas, a partir de las divisiones del trabajo dispersas por todo el mundo y de las luchas que se enfrentan a ellas. En vez de la intersección de identidades u opresiones, la de movimientos; en vez de una jerarquía de opresiones, la apertura a otras luchas manteniendo la especificidad de la propia. Así entendido, lo que algunos todavía insisten en llamar “políticas de identidad” no fragmenta la lucha de clases sino que la radicaliza. Detrás de las imágenes de la mujer negra dependiente de los subsidios estatales, del musulmán radical y del inmigrante violento se encuentran los temores al radi