¿Quién traza el dibujo de una vida? En Autobiografía de mi padre es el hijo quien asume esta tarea: «La palabra de mi padre muerto reclamaba hablar a través de mí como no había hablado nunca, más allá de nuestras dos fuerzas reunidas». Y así comienza a narrarse, en primera persona, Simcha Apashevsky: nacido en un territorio fronterizo de la Rusia meridional, huérfano de madre y superviviente de un despiadado siglo con dos guerras mundiales y un holocausto. Una cuestión obsesiona a este modesto médico con vocación de intelectual: ¿qué lugar ocupa la ética en la vida social? Es decir, ¿cómo podemos ser justos, e incluso felices, en un mundo que no lo es? Padece asimismo un desarraigo interior: un matrimonio desafecto, una familia a la que no comprende y un nuevo hogar, Francia, donde debe ocultar su apellido judío.
Con este gran clásico de 1987, Pierre Pachet reinventó la literatura autobiográfica. En primer lugar, por su singular estilo: la vida no se cuenta aquí como una sucesión de instantes parcelados, sino en su duración, en su experiencia del tiempo. Pero también, gracias a una sutilísima complejidad emocional: Pachet da voz a todas las edades de su padre, sin juzgarlo ni tampoco idealizarlo, comprendiendo su vulnerabilidad y su ocasional intolerancia, su luminoso y áspero envejecimiento.
Autobiografía de mi padre es el hermosísimo relato de una vida guiada por un azar ciego (de cualquier vida, en definitiva) comparable al Ivan Ilich de Tolstói o a los relatos de Chéjov. «Un trabajo de autoscopia realizado sobre un sujeto vivo o, mejor dicho, moribundo, lo cual viene a ser lo mismo.»