Un libro es todas las cosas, y hay libros que son todos los libros. En el pasado existía un libro llamado enciclopedia donde el mundo se miraba e intentaba saber de sí mismo: encontrar las selvas, los mares, las estrellas, los príncipes y los mendigos, los filósofos y las prostitutas, la verdad y la mentira que trata de imitarla. El mundo era parco y sin color, pero la enciclopedia lo volvía digno de la aventura: donde los objetos vivían aislados y en penumbra, sin guardar contacto con los cuerpos anodinos de su alrededor, el libro los hacía encontrarse, llamarse unos a otros, compartir trazas, recurrir a la metáfora y el plagio; donde imperaban el albarán y el trámite administrativo, el libro llamaba al vértigo, al mapa del tesoro; donde los rostros anónimos de los hombres se arracimaban para hacer cola o tomar el autobús, el libro identificaba asesinos, cortesanas, agentes secretos, sacerdotisas y locos. El mundo era opaco y gris tras el cristal de la ventana; la enciclopedia era luminosa y vasta, inagotable, bajo el papel de las guardas.
Dicen que esos libros dejaron de existir, que se extinguieron ante la llegada de máquinas que lo saben todo, o que presumen de ello. Pero hay algunos que no se resignan, y siguen acariciando esa vieja ambición: que lo de dentro sea lo de fuera, que la vigilia imite al sueño, que el tigre, las nubes, los diamantes, las máquinas de coser, los dientes, las espadas, las ciudades, la sangre y los cocodrilos sean, primero y sobre todo, palabras en una página, signos por descubrir.