Viti, invadido de droga, vestido de brujo culpable, de violeta y vicio, con el cabello incendiado, no tiene boca porque solo necesita un ojo para comulgar en el sagrario del cuarto de baño. Surge en la noche arrastrado por las corrientes rubias, poseído por el delirio amarillo, patético en su patetismo, se detiene un momento a observar las estrellas que inventan líquidos y recuerdos. Una sola gota nubló su juventud, y ahí sigue esperando a sus amigos, que ya se fueron para siempre sin despedirse. “Una última fiesta” se dice sabiendo que será mentira, y recorre otra vez la elipsis del pasillo que lleva al servicio, su palacio oscuro y sucio, para alumbrarlo de llanto.