La misión del poeta no es crear belleza sino encontrarla, darse con ella de bruces y reconocerla, como a un viejo amigo de la infancia con quien, años después, no se ha perdido la complicidad. Isabel Bono se viste de hipnotizador con péndulo de reloj, de buceador con escafandra para rebuscar el alma entre las palabras de La tapia amarilla (quizás la más hermosa de las novelas de Chivite). No expolia la belleza, la muestra orgullosa en la urna de este museo, tan Bono, que es Ahora. Si cachea la novela es solo porque es culpable de belleza, pero no la detiene, la deja seguir su camino en busca de la esencia primigenia, el motor primero, eso que la hizo especial.