La presentación en salas del western Django desencadenado devuelve a la primera línea cinematográfica a Quentin Tarantino, sin lugar a dudas, uno de los cineastas más sobresalientes, y personales, del panorama estadounidense contemporáneo. Firmante de una de las películas clave del cine norteamericano de las últimas décadas, Pulp Fiction, y autor de una obra, en conjunto, apasionante y rabiosamente cohesionada, continúa, filme tras filme, sin dejar indiferente a ningún espectador. Adorado y detestado con vehemencia a partes iguales e imitado con insistencia desde el sonado triunfo de su segundo largometraje, este precoz cinéfago, convencido autodidacta, educado en innumerables salas de cine y graduado en los pasillos del mítico Video Archives, construye, armado de una feroz y desprejuiciada cinefilia, ajeno a cualquier tipo de moda o transformación artística, y flanqueado por una pandilla de fieles colaboradores, una filmografía, en esencia, fabricada a partir de innumerables retales sustraídos, con descaro, de las más diversas obras. Virulento maestro del collage fílmico light, fascinado por el spaghetti western, el wusia, el exploit a la mediterránea, la obra de Godard, Fuller o John Woo, niño mimado del todopoderoso productor Harvey Weinstein y del Festival de Cannes, y realizador de la poliédrica Malditos bastardos, una de las reescrituras de la historia más alucinantes exhibidas en el cinematógrafo, o la, todavía hoy, injustamente poco valorada, Jackie Brown, una de sus piezas mayores, después de sobrevivir a la caída del cine indie USA de los noventa, autoimpuesto movimiento inmejorablemente encarnado en la Generación Sundance del noventa y dos, se transforma, definitivamente, en una de las individualidades artísticas más marcadas, reconocibles y deslumbrantes de los últimos años.